sábado, 8 de diciembre de 2007

Un milagro de amor

Aquel niño lloraba con sollozos que escapaban de su alma. Era un dolor sincero, desesperado y angustioso.

El rapaz tenía como diez años. Famélico, harapiento, descalzo. Su rostro pálido y ojeroso.

Ante dolor tan aparente inquirimos la causa de su desesperación. -Mi madrastra me mandó a la tienda a comprar unos encargos. Se me cayó y he perdido la peseta que me dio para comprarlos. Si llego a mi casa sin ellos y sin la vuelta, me pelará a azotes- explicó entre gemidos.

Como estábamos convencidos de que decía la verdad, todos, como tocados por su resorte, nos pusimos a buscar la moneda perdida. Nuestra disposición hizo que prendiera en su pecho la flor de la esperanza y se sintiera con más bríos para buscar el cuarto extraviado.

Nos encontrábamos en un llanito donde por las tardes acostumbraba jugar toda la muchachería del barrio. Una veredita que dividía el verdor de los prados. Algunas malezas y matacayales hacían desentonar la armonía de la planicie.

Sabíamos que Enriquito era un huérfano a quien maltrataba su madrastra por cualquier nimiedad y nosotros nos identificábamos con su temor. Estábamos decididos a impedir la azotaina que caería sobre el cuerpo del pequeñuelo en caso de que no apareciera el dinero.

Pero la verdad era que la peseta no aparecía. Semejaba como si de pronto hubiera echado alas. O tal vez los duendes nos estaban haciendo maldades. Porque a pesar de que habíamos cubierto un gran trecho del pedregal y malezas hasta distancias imposibles de recorrer por la pequeña pieza, no la encontrábamos.

De pronto, sentimos un grito. Lo había exhalado el propio Enriquito. Corrimos hasta detrás de un matorral a donde se había desviado en su apasionada búsqueda. Y allí estaba, jubiloso y alegre, recobrando el color y en su pequeña mano abierta, la moneda que más haya yo visto relumbrar en la vida.

Movidos por tan maravilloso milagro le preguntamos cómo había sucedido. y con la ingenuidad infantil nos contestó: -Ahí sobre esa roca se apareció mi mamá y me dijo: "Debajo de esas yerbitas está la peseta. Se te salió del bolsillo cuando ibas. Tómala y vete ligero a hacer el mandado para que no te peguen. Que Dios te bendiga".

Todos nos miramos. Había en ese instante algo tenso en el ambiente que nos subyugaba. Quizá la proximidad y el influjo de una fuerza invisible y desconocida.

Y mientras más pasan los años, más creo en aquel prodigio de mi niñez. Y estoy convencido que el amor de una madre es una fuerza tan inconmensurablemente poderosa que es capaz de vencer hasta los vallados de la muerte para aliviar el lloro de un hijo que solloza.

Nestor A. Rodríguez Escudero

No hay comentarios: