martes, 3 de septiembre de 2013

Columna: A pie de vida / Ana Lydia Vega

1 de septiembre de 2013

A pie de vida

ANA LYDIA VEGA


Asesorado en materia de “damage control” por algún genio publicitario, nuestro gobierno ha derrochado más de dos millones de dólares en su intento por persuadirnos de que no vivimos donde vivimos. A favor del polémico proyecto se argumenta que, además de su atractivo turístico y financiero, la campaña de “la isla estrella” tiene una encomiable misión terapéutica.

Auparnos de un gruazo la moral y darle respiración artificial a nuestra sufrida autoestima serían pues las nobles metas alternas del operativo. No es la primera vez que el Gobierno se mete a sicólogo “motivacional”. ¿Cómo olvidar aquel archigastado eslogan que todavía da bandazos mongos en la tele: “Puerto Rico lo hace mejor”? ¿O aquella otra cantaleta que nos machacaba hasta el empacho que éramos dizque “más grandes que la crisis”?

Ante el tapabocas que le dio la realidad a esos cantos de sirena ronca, alguien decidió que ya era hora de empujarnos otro megaenema de boricuitis conmemorativa. Pero, para reforzarnos el ego, no hace falta tanto aspaviento. Con buenos empleos, un costo de vida razonable y la posibilidad de llegar a viejos sin morir de un balazo o de un choque en la carretera, el noventa por ciento de la población dejaría de fantasear con la mudanza a Orlando.

De todos modos, ese desfile de misses sonreídas, deportistas machotes e íconos boricuas “made in USA” no alcanza a maquillar algunas verdades a prueba de bondo. La más evidente de todas: la crónica inoperancia de nuestra clase dirigente. No hay retórica patriotera que pueda esconder el relevo bipartito del fraude y la incompetencia. Con cada tanda cuatrienal de cabecillas y camarillas, se acentúan la precariedad y el malestar.

En ese contexto inquietante, lo anormal sería que nos sintiéramos seguros. Del dilema del estatus al sistema de retiro, la incertidumbre está servida 24/7. Para acabar de crisparnos los nervios, la metralleta mediática no descansa. Desayunamos déficit, almorzamos deuda, merendamos corrupción y cenamos criminalidad. En un país donde hasta el idioma oficial se cuestiona a cada rato, el miedo y la sospecha son padecimientos congénitos.

Dentro de ese desbarajuste general, había -al menos hasta hace poco- ciertas cosas que parecían intocables. Cosas que incluso inspiraban una bienhechora sensación de equilibrio y continuidad. Dos ejemplos significativos vienen al caso: los mogotes que conforman el perfil único del Karso y las murallas que abrazan al Viejo San Juan.

¿Quién no se ha extasiado ante esas rocas enormes de orígenes milenarios sembradas a todo lo largo de las llanuras costeras? ¿Quién no ha admirado las recias fortificaciones antiguas levantadas al filo mismo del marullo atlántico? En el paisaje afectivo de los puertorriqueños, ambos monumentos –el geológico y el arquitectónico- son símbolos poderosos. Su belleza emociona. Su presencia reconforta.

A través de los siglos, el imponente cinturón rojo-ocre de la isleta capital ha resistido huracanes, terremotos y cañonazos. La capa que lo cubre custodia los secretos de su biografía. Hoy descubrimos alarmados que, de buenas a primeras y con el beneplácito de las autoridades, especialistas en chapucerías pueden arrancarla a manguerazos y poner en riesgo la estructura que resguarda. Peor suerte corren los mogotes del corredor norteño. Mutilados y socavados en aras de un desmedido expansionismo urbano, pierden su capacidad para albergar ecosistemas y alimentar acuíferos. Más grave aún, se convierten en amenaza mortal para quien, a su sombra, se arriesgue a afincar una casa.

Como diría Maquiavelo si fuera boricua: el guiso justifica el desmadre. Cualquier desarrollador mequetrefe consigue, a billetazo limpio, permiso para desviar quebradas, rajar montes e invadir playas.

Cualquier contratista inexperto se agencia una chiripa para fregar la pátina de la memoria. Si hasta los mogotes y las murallas que creíamos eternos sucumben frente a la voracidad organizada, entonces ya nada está a salvo.

La tragedia ambiental y humana de la urbanización Villa España y el lavado historicida del Paseo de la Princesa evidencian la incultura, la “inconciencia” y la insensibilidad de algunos interventores de bienes comunes. La complicidad de funcionarios torpes –y nuestra indiferencia blandengue– conceden al que la solicite licencia para destrozar.

Señores picadores del bacalao criollo: por Dios, no nos ajociquen más campañas rehabilitadoras. Protejan la naturaleza, conserven el patrimonio edificado, procuren salud, escuela, trabajo, pan y paz para los puertorriqueños con un máximo de diligencia y un mínimo de entrometimiento.

En cuanto a la dichosa autoestima, mejor nos la dejan a nosotros. Estamos entrenados y fogueados. Después de todo y a pesar de ustedes, aquí seguimos siempre: en pie de vida.

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