LAS MANOS EN EL CRISTAL
Querida Karina,
No ha sido fácil escoger un título para estas cartas
que pienso enviarte periódicamente desde la cárcel.
Escribiéndote a ti, cuya niñez y adolescencia
irremediablemente me he perdido ya, siento que les hablo a miles de jóvenes
puertorriqueños, para quienes mi nombre apenas significa nada.
Soy un luchador de 70 años. Hace 32 que estoy
encarcelado. No voy a abundar en las razones políticas que me condujeron a este
encierro, porque otros ya lo han hecho. Sólo quiero reiterar que respeto la
vida por encima de todas las cosas, y que no he lastimado ni
lastimaré jamás a ningún ser humano.
La primera vez que te vi, en el verano del 91, en la
cárcel de Marion, Illinois, donde estaba recluido entonces, fue a través de un
cristal. Tú estabas en brazos de tu madre, y movías los ojos con curiosidad.
Sin embargo, poco había que ver allí. El cubículo donde se sentaban las visitas
era muy estrecho, y había un teléfono a cada lado para que habláramos por él.
Clarisa, tu madre, levantó el suyo y me pidió que te dijera algo. Fue la
primera vez que escuchaste mi voz y pude ver tu reacción, la extrañeza que te
causó comunicarte con ese hombre que empezaba a quererte, pero que no podía
besarte, ni susurrarte al oído las promesas de abuelo que te quería cumplir.
A Clarisa le dejaban pasar en el bulto tres
pañales y algunas botellas de leche. Había en el área de visitas, tanto del
lado de los familiares como del lado de los confinados, cámaras con las que
grababan todos nuestros movimientos, pero, irónicamente, nunca me pude tomar
una fotografía con mi hija y mi nieta. Siempre me escoltaban tres o cuatro
guardias, y estaba encadenado por los pies. Era el único preso que iba tan
custodiado al área de visitas.
Se hacía difícil entretenerte mientras estabas en el
cubículo de las visitas, así que para distraerte y ayudar a tu madre, que
intentaba pasar el mayor tiempo posible conmigo, inventamos un juego peculiar:
ponías tus pequeñas manos de bebé en el cristal, y yo también ponía las mías,
de modo que coincidieran las cuatro y pudieran «tocarse». Las manos saltaban,
se perseguían, se comportaban como arañas envueltas en los hilos invisibles del
cariño. No nos tocábamos, el cristal lo impedía, pero surgió un lenguaje
especial entre tú y yo; entre las tiernas manos tuyas, Karina, y mis viejas
manos, pálidas de encierro, deseosas de poder volar, pero contentas y sumisas
cuando tú las acariciabas.
Durante años utilizamos esa danza de las manos para
comunicarnos. El tiempo pasaba y tú crecías. No me estaba permitido el contacto
físico con mis familiares, por lo tanto en los años que estuve recluido en
Marion, no pude besarte, abrazarte, o sentir el roce y el olor de tu pelo.
Tampoco el de tu madre, que me despedía con lágrimas, aunque yo sabía contener
las mías.
Un día, por fin, me trasladaron a la prisión de
Terre Haute, en Indiana. Allí me comunicaron que podría recibir visitas y tener
contacto físico con mis seres queridos. Llegó tu madre contigo y con mi sobrina
Wanda. Tú, Karina, tenías sólo siete años. Mi hija y mi sobrina me abrazaron.
Tú, en cambio, te paraste frente a mí, levantaste tus manos y las pegaste
contra un cristal imaginario, esperando que yo hiciera lo mismo. A tu corta
edad, después de tantos años de soportar esa barrera, pensaste que debíamos
continuar el juego. Tu madre te dijo: «Ahora puedes tocar a tu abuelo», y tú
corriste a abrazarme, nos tocamos por primera vez.
Ese cristal, a pesar de todo, sigue siendo el
cómplice entre tú y yo. A través de él, en estas páginas, te seguiré contando
mis recuerdos, mis historias presentes, añorada nieta.
Con muchísimo amor, en resistencia y lucha...
Oscar López Rivera
http://www.elnuevodia.com/primeracartadeoscarlopezriveraasunietakarina-1612120.html
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