Las manos en el cristal: Todos escucharon
Querida Karina,
Cuando hace poco te conté de las luchas de los hispanos contra
el discrimen laboral, me acordé de mi primer intento por organizar una
protesta. Muchos inmigrantes puertorriqueños vivían en condiciones
infrahumanas, en edificios llenos de alimañas, con escaleras inseguras y techos
que se caían a pedazos. Los dueños de aquellos edificios nunca se ocupaban de
darles mantenimiento, pero sí se ocupaban de mandar a cobrar la renta cada mes,
y hacerle la vida imposible a todo aquel que se atrasaba.
Empecé a visitar a las personas que vivían en las peores
condiciones, tocando a cada puerta para organizarlos. La primera mujer con la
que hablé me dijo: «¿Quién va a escuchar a una puertorriqueña?». La respuesta
me salió del alma: yo la escucharía a ella, y luego los dos iríamos a escuchar
al resto, y al final todos escucharíamos a todos. La convencí y empezamos a
hablar con los demás inquilinos. Nuestro único propósito era que limpiaran el edificio,
arreglaran las tuberías y pasamanos dañados, y eliminaran la multitud de ratas
y cucarachas con las que tenían que convivir tantas familias.
Al propietario de uno de los edificios lo confrontamos y le
advertimos que los vecinos no pagaríamos la renta hasta que adecentara el
lugar. Él nos ignoró, pero cuando vio que llegaba la hora de pagar y nadie lo
hacía, accedió a limpiar y hacer algunas reparaciones. No podía imaginarme
entonces que corríamos un gran riesgo: la mayoría de los dueños de esos edificios
levantaban fortunas a costa de atropellar a las personas que se veían forzadas
a vivir en la inmundicia. Si tenían que invertir dinero en muchas reparaciones,
preferían prender fuego a la estructura para cobrar el seguro.
Había un político en Chicago que poseía varios edificios. Todos
estaban en malas condiciones, pero allí tenían que vivir muchos puertorriqueños
sin que nadie oyera sus reclamos. Hasta que un día, entre varios vecinos,
atraparon algunos ratones y los metieron en una caja. Aquella caja se envolvió
en papel de regalo y fue llevada por nuestras mujeres a la mansión del
político, donde la recibieron porque ellas dijeron que era un obsequio en
agradecimiento a sus buenas acciones. La esposa del político fue la que abrió
la caja y se formó un gran escándalo. Entonces mandaron a asear los edificios.
A la misma vez, luchábamos para que los bancos dejaran de
discriminar contra los inmigrantes. La mayoría de nosotros tenía cuentas de
ahorro y mantenía buen crédito, pero el banco nunca nos prestaba para la
hipoteca o para comprar un carro. Se nos ocurrió una idea: les dimos a los
niños de la comunidad unos potes grandes llenos de chavitos. Los llevamos un
sábado por la mañana al banco, que era el día en que se abarrotaba de clientes,
para que cada niño abriera una cuenta y exigiera al cajero que contara chavito
a chavito. La fila se hizo interminable, con todos los chamaquitos haciendo
ruido y gritando a la vez. Entonces alguien sugirió que los chavitos también
servían para trabar las puertas giratorias… Eso hicimos. Nadie podía entrar ni
salir del banco. Pronto llegó la policía y se topó con un piquete de latinos
que exigía que se les diera un trato digno. El escándalo se llevó a cabo en una
sucursal que quedaba en la esquina de la calle Division con la avenida Ashland.
Uno de los altos ejecutivos del banco se allegó hasta el lugar y accedió a
hablar con nosotros. Se comprometió a atender nuestras demandas y a contratar
personal latino para las sucursales.
Las puertas del banco se destrabaron y los niños celebraron
tirando los chavitos al aire. Una mujer puertorriqueña, abuela de dos, fue la
que encabezó la protesta contra el banco. Sus ojos brillaban más que el reflejo
de las monedas al vuelo. Todos nos habíamos escuchado unos a otros, y así nació
una fuerte solidaridad.
En resistencia y lucha, tu abuelo
Oscar López Rivera
Publicado en el periódico EL NUEVO DÍA
http://www.elnuevodia.com/octavacartadeoscarlopezriveraasunieta-1628687.html
19 de octubre de 2013
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