Las manos en el cristal: Aire de libertad en el rostro
Querida
Karina,
Hace unas noches, quizá porque te escribí antes de
acostarme, tuve un sueño con tu madre y contigo. Estábamos los tres frente al
mar, ese que anhelo ver más que ninguno, que es el que rompe contra la Cueva
del Indio.
Te preguntarás, ahora que te cuento esto, con qué
sueñan las personas que han estado durante tantos años privadas de la libertad.
Es posible que, aunque estemos encerrados, nos obstinemos en soñar con las
calles y la luz, y con los rostros que nos están vedados.
Para mí fue así: durante los primeros tiempos mi
patrón de sueño era esencialmente el mismo que antes de ser encarcelado. Pero
todo cambió cuando me colocaron en régimen de «privación sensorial». Entonces
los sueños se tornaron nerviosos, entrecortados, fugaces. El aislamiento y el
encierro absoluto alteraron la calidad de mi descanso. A partir de aquella
experiencia, casi nunca he vuelto a dormir un sueño relajado o profundo.
Si tú o tu madre Clarisa aparecen en mis sueños,
usualmente es por corto tiempo. De vez en cuando hay algo de conversación y lo
mismo sucede con otros miembros de la familia y con mis compañeros.
En la oscuridad de la celda, la soledad golpea
doblemente. Es triste el no poder compartir mis ideas, pensamientos y
tribulaciones con otros que están en la misma situación que yo. ¿Sabes lo que
echo de menos? No poder dialogar acerca de un libro que acabo de leer. Parece
algo insignificante, algo banal con tantas penas que trae la soledad, pero no
lo es.
Hace años, yo disfrutaba mucho resolviendo problemas
de matemáticas y leía cuanto libro podía conseguir sobre ese tema. De vez en
cuando me encontraba a un prisionero que también lo había leído, y era motivo
de regocijo para ambos, pero eso no ocurría con frecuencia. Ahora paso las
horas pensando cómo se resolverán otros problemas: los de la violencia en las
comunidades; la deserción escolar, la corrupción… Es difícil intercambiar ideas
a través de las cartas, porque uno ansía reacciones inmediatas, el diálogo
fecundo con los demás.
Toda mi vida disfruté de la lectura, del placer de
leer a solas. Quizá por esa razón me resultó más fácil enfrentar los rigores
del confinamiento, en especial eso que llaman solitaria. Con el tiempo me di
cuenta de que la única manera de sobrevivir es mantenerse ocupado. Por supuesto
que hubo y hay momentos de melancolía, que es la soledad que muerde. Pero
rápido alejo esos nubarrones de mi mente y pienso en otra cosa. El simple hecho
de que me dejen hacer una llamada breve, o mandar un correo electrónico, o
recibir una visita, hacen de la prisión actual algo más llevadero que en
aquellos años de aislamiento.
En cuanto a esa pregunta que me hiciste sobre mi
futuro, te diré que en las noches, en esos baches de insomnio, miro al techo de
la celda y medito en las cosas que quisiera hacer. El futuro para mí es algo
impredecible, pero el miedo no es parte de un futuro fuera de este gulag. Ni
siquiera me planteo si voy a sentirme cohibido, o si la realidad me será
extraña, o si me encogeré frente a un mundo que me costará reconocer. Puerto
Rico ha cambiado. El Chicago de mi adolescencia también. Esas noches en que me
desvelo pensando en mis proyectos, me animo diciéndome que, al fin y al cabo,
he sobrevivido 70 años y he caminado bajo la sombra de la muerte en muchas
ocasiones.
Si un hombre ha podido sobrevivir a eso, ¿cómo le va
a temer al aire de la libertad cuando le dé en el rostro?
En
resistencia y lucha, tu agradecido abuelo,
Oscar
López Rivera
http://www.elnuevodia.com/novenacartadeoscarlopezriveraasunieta-1634182.html
2 de noviembre de 2013
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