DONDE RESPIRA EL MAR
Querida Karina.
Después de la
familia, lo que más echo de menos es el mar.
Ya han pasado 35 años desde la
última vez que lo vi. Pero lo he pintado muchas veces, tanto la parte del
Atlántico como la del Caribe, esa espuma sonriente en Cabo Rojo, que es de la
luz mezclada con la sal.
Para cualquier puertorriqueño,
vivir lejos del mar es algo casi incomprensible. Es distinto cuando uno sabe
que está en libertad de moverse a cualquier parte y de viajar a verlo. No
importa que sea gris y frío. Aunque veas el mar en un país lejano, te das
cuenta de que recomienza siempre (como dijo un poeta), y que por ese mar pueden
pasar los peces que se acercaron a tu tierra, y que llegan de allá trayéndote
recuerdos.
Aprendí a nadar a muy temprana
edad, debía tener unos tres años. Un primo de mi padre, que vivía con nosotros
y era para mí como un hermano mayor, me llevaba a la playa donde solía nadar
con sus amigos, y me lanzaba al agua para que yo aprendiera. Luego, cuando
estaba en la escuela, solía escaparme con otros niños hasta un río cercano.
Todo eso ahora me parece lejano.
Aquí en la cárcel he sentido
muchas veces la nostalgia del mar; de olerlo a todo pulmón; de tocarlo y
mojarme los labios, pero enseguida me doy cuenta de que quizá tengan que pasar
años antes de darme ese sencillo gusto.
El mar se extraña siempre,
pero creo que nunca lo necesité tanto como cuando me trasladaron desde la
prisión de Marion, en Illinois, a la de Florence, en Colorado. En Marion, yo
salía al patio una vez a la semana, y desde allí veía los árboles, los pájaros…
Oía el ruido del tren y el cantío de las chicharras. Corría por la tierra y la
olía. Podía agarrar la yerba y dejar que las mariposas me rodearan. Pero en
Florence todo eso terminó.
¿Sabes que la ADX, que es la
prisión de máxima seguridad de Florence, está destinada a los peores criminales
de Estados Unidos y se considera la más inexpugnable y dura del país? Allí los
presos no tienen contacto entre sí, es un laberinto de acero y cemento construido
para aislar e incapacitar. Yo estuve entre los hombres que estrenaron esa
cárcel.
Al llegar, me despertaban
varias veces por la noche y en mucho tiempo no logré dormir por un período
mayor de 50 minutos. En aquella galera éramos sólo cuatro presos, pero uno de
ellos tenía un largo historial de problemas mentales y se pasaba la noche y el
día gritando obscenidades, peleando su guerra contra enemigos invisibles.
Estábamos casi todo el tiempo en las celdas, y hasta teníamos que comer en
ellas. Todo el mobiliario era de hormigón y nada se podía mover. No comprendía
cómo los vecinos del pueblo de Florence habían aceptado una cárcel tan inhumana
entre ellos. Pero, hoy por hoy, la industria de las prisiones es de las más
fuertes en Estados Unidos. Deja dinero y eso parece ser lo único que importa.
En Florence, por las noches,
los presos se comunicaban a través de una especie de respiradero que estaba
cerca del techo. Había que gritar para hacerse oír, todos gritaban y aquello lo
que hacía era alterar los nervios.
Yo callaba y trataba de
concentrarme en el ruido de las olas, cerraba los ojos y las veía romper contra
la Cueva del Indio. El griterío de la cárcel se iba desvaneciendo. El mar subía
y bajaba como un torso, contagiándome su fuerza y su respiración.
Sé que algún día pasaré toda
una noche en la costa, y esperaré a que despunte el día. Luego quisiera hacer
lo mismo en Jayuya, ver la salida del sol sobre la cordillera.
Con esa esperanza, en resistencia y lucha, te
abraza tu abuelo...
(Carta publicada en EL NUEVO DÍA http://www.elnuevodia.com/cartadeoscarlopezdonderespiraelmar-1595817.html )
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