La razón detrás de toda lucha
Querida
Karina.
Hace pocas semanas te escribí para felicitarte con motivo del día más
grandioso y memorable de tu vida: a tus 22 años, te graduabas de la Universidad
de Chicago.
Te dije
entonces que la vida está llena de retos y, en algunos momentos, de
decepciones. Que nunca permitas que nada ni nadie te desaliente, porque tienes
la fortaleza para enfrentar y superar cualquier obstáculo.
Cuando
entraste a la universidad, seguramente te tocó vivir en un ambiente muy
diferente del que me tocó a mí. Me alegro de eso: la razón por la que las
personas luchan, en lo colectivo y en lo personal, es que las cosas cambien
para que sus hijos y nietos vivan un mejor futuro.
Yo tenía
tres años cuando me acerqué a la escuela, pues caminaba detrás de mis hermanos
mayores, que protestaban porque los seguía. Tanto los molesté, que mi hermana
decidió enseñarme a leer y escribir. Como era zurdo, ella me ataba la mano
izquierda y me obligaba a usar la derecha. A los cinco años, cuando empecé el
primer grado en la escuela del barrio Aibonito-Guerrero, del pueblo de San
Sebastián, estaba muy adelantado gracias a esas lecciones. Me aburría en la
clase y me dedicaba a hacer travesuras, invitaba a los otros niños para que nos
escapáramos al río, y allí nos poníamos a tumbar naranjas.
Cuando
terminé el sexto grado, aunque travieso, gané el primer premio de honor de mi
clase. De allí me fui a la escuela intermedia de Hoya Mala, pero al poco tiempo
de empezar las clases me enfermé. Me llevaron al médico en Aguadilla, quien me
diagnosticó que había cogido un parásito en el río. Era la “justa” recompensa
por mis travesuras. Me dieron desparasitantes, pero no mejoré. Cuando entré al
noveno grado estaba tan raquítico que mi madre, desesperada, decidió mandarme
con mis tíos a Chicago. Fui aceptado en una escuela secundaria, y al llegar
tuve que pasar por un examen físico: mi estatura era de 53 pulgadas y mi peso
de 58 libras. Todos los demás alumnos de esa escuela, la Tuley High School,
parecían gigantes comparados conmigo. Mi vocabulario en inglés era de menos de
100 palabras. Cada vez que abría la boca, los demás muchachos se reían, y
entonces me convertí en una persona introvertida. En Tuley, para la década del
50, sólo había un puñado de estudiantes puertorriqueños. Había que bregar con
el discrimen, y eso te lo puedo asegurar ahora, que miro hacia atrás y veo las
injusticias que se cometían. No éramos muchachos acomodados que íbamos a
estudiar a los mejores colegios. Éramos los emigrantes, teníamos fama de
problemáticos y, a veces, nos daban castigos que no nos merecíamos. A mí, por
ejemplo, me acusaron de copiarme en un examen de álgebra. Me gustaba tanto el
álgebra y estaba tan seguro de que lo dominaba, que le contesté de mala forma a
la maestra y ésta me expulsó del salón y me envió a la oficina del director.
Allí le dije al míster que no me había copiado y que, para demostrarlo, podía
darme otro examen en ese mismo instante, frente a él, con preguntas del último
capítulo del libro, que aún no habíamos dado en clase. Él me había matriculado
cuando llegué a Tuley y conocía mis buenas notas, así que sonrió y me dijo que
no me preocupara.
Dentro de
aquel mundo duro para un muchacho puertorriqueño que apenas podía expresarse,
conocí a un puñado de personas maravillosas.
Por
ejemplo, tuve una maestra inolvidable en el Colegio Wright, un junior college
al que asistí cuando terminé la secundaria. Éramos pobres y te confieso que me
avergonzaba de mi ropa, tan ajada y fea y de mis tenis viejos, los únicos
zapatos que tenía. Pero a esa maestra, que daba clases de dicción, no le
importaba mi apariencia. Me dedicó mucho tiempo, con paciencia y cariño.
Descubrió que yo tartamudeaba cuando hablaba inglés y me explicó cómo
solucionarlo, me mandó a hacer ejercicios y lecturas. Por esa época empecé a
pasar los ratos libres en un área de Chicago donde jangueaban los beats, un
grupo de escritores y artistas con un gran sentido de la libertad.
Me di de
baja de la Wright College cuando mi padre nos abandonó y tuve que empezar a
trabajar para ayudar a mi madre. No fue hasta 1967, cuando volví de Vietnam,
que regresé a la universidad. La escena había cambiado de manera drástica.
Había muchos profesores progresistas, debates sobre derechos humanos en los
salones y un activismo político que influyó mi vida.
Ahora veo
tu éxito universitario como una prolongación de mis aspiraciones. Según sigas
adelante en la vida, llena tu corazón con amor, compasión, esperanza y valor.
Ámate a ti misma, a tu familia, a tus compañeros y compañeras, a la tierra, al
mar, a la libertad y a la justicia, y a todo aquello que represente y haga
posible la vida.
Un beso y
un abrazo con brazos puertorriqueños pequeños, pero con mucho amor.
En
resistencia y lucha...
Publicado en el periódico EL NUEVO DÍA
http://www.elnuevodia.com/cartadeoscarlopezlarazondetrasdetodalucha-1601494.html
21 de septiembre de 2013
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